“Jubilemos la ortografía, terror del ser humano
desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites
entre la ge la y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que,
al fin y al cabo, nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima, ni confundirá
revolver con revólver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que
los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra
una?”.
Gabriel García Márquez
Durante
el medioevo, que, al no existir medios impresos mecanizados, la copia de la
palabra escrita corría por cuenta de los monjes copistas.
“Titivillus in culpa est” o “la culpa es
de Titivillus” era la excusa que sistemáticamente aducían estos monjes, cuando
el revisor advertía cualquier error en la copia de los manuscritos.
Este demonio de las erratas,
que ha sido el responsable de las imperfecciones de los libros, "anotaba los
despistes de los escribientes, para serles exigidas las correspondientes
responsabilidades en el día del Juicio Final", puesto que copiar las palabras
sagradas, venía a ser lo mismo que rezar.
Esto lo traigo a colación y tema de esta entrada del blog, porque estoy leyendo un libro de un conocido novelista y he encontrado dos errores ortográficos, al momento me sentí desconcertada por el hecho; sé que en todos (o casi todos) los libros se escapa algún error gramatical. Pasa hasta en las mejores familias. Todo esto a pesar de que detrás de los libros, están las casas editoriales que tienen profesionales de la edición o correctores, quien antes de publicar una obra, revisan la ortografía, los signos de puntuación, la gramática de un texto, sin embargo, siguen escapándose esos errores
Ahondando
en el asunto, encontré que, el dilema de la ortografía lo han tenido muchos
escritores famosos. Marcel
Proust, por ejemplo, desechaba utilizar puntos, pero
le fascinaban las comas. Por eso algunas de sus descripciones parecen
interminables. Lo mismo le ocurría a Gertrude
Stein (le encantaban los puntos y aparte) y a Jerzy
Andrzejewski, que publicó una novela
compuesta únicamente por una sola frase, englobando más de 40.000 palabras sin
ningún signo de puntuación. Y como dejar por fuera a Gabriel
García Márquez, quien admitió en varias ocasiones
que cometía faltas de ortografía. Es más, intentó cambiar alguna que otra regla
ortográfica. En su biografía “Vivir para contarlo” aportó una genial anécdota
sobre esto: Andrés Bello, un
filólogo muy importante, se carteaba con un amigo que tenía unas faltas de
ortografía desesperantes. Un día, después de pasar juntos la tarde, el amigo se
despidió de él diciéndole: “Esta semana le escribiré sin falta”. Bello
respondió: “¡No se tome ese trabajo! Escríbame como siempre”.
Salvando
un poco las distancias, Edison, Da
Vinci y Einstein también
tenían faltas de ortografía, pero eran provocadas por la dislexia que padecían.
Quiera
el cielo que Titivillus,
tan dramáticamente representado en imágenes de la baja Edad Media, no se lleve
al orco
(infierno) a todos aquellos que de vez en cuando cometemos algún descuido ortográfico.
¿Creen ustedes que hay que “jubilar” la ortografía?
T.A.F