Hoy, es normal y sencillo leer un libro, bien sea que
lo tomemos de los estantes de nuestros hogares, en donde solemos acomodarlos o
bien en una tabla, un P.C o haciendo un “esfuercito”, hasta en el celular, creo
que muchos de nosotros lo hemos hecho durante esta cuarentena acompañada de
apagones.
Son tiempos donde los libros son accesibles a
cualquier persona que quiera hacer uso de él, tanto el de papel como el
digital.
Pero no siempre los libros fueron asi, no fue sino en
el siglo IV d.C, cuando empezaron
a desaparer las hojas de papiro, una tira
larga que se guardaba enrollada y fueron apareciendo los códices o manuscritos, que eran
piezas de forma rectangular que consistían en varias hojas puestas unas sobre
otras y cosidas, las cuales se podían hojear una tras otra vez, tal como lo
hacemos hoy, sustituyendo de esta forma, las hojas de papiro; sin embargo, fabricar
este tipo de “libro”, aunque traía muchas ventajas, evidentemente era más fácil
buscar una determinada página en un objeto, el cual se podía hojear que en uno
que había que enrollar y desenrollar cada vez. Pero producirlo, seguía siendo
un proceso muy complejo, imagínense a los copistas o a los escribas valiéndose
solo de la luz del sol o de las velas, inclinados en un mesón, tratando día
tras día de escribir un texto a mano, con una paciencia infinita, con
instrumentos bien rústicos y que solo iba a ser utilizado por un pequeño grupo
de personas que pudieran pagar los costos.
Es lógico, suponer entonces, que los libros eran “joyas”
muy preciadas y cuidadas para aquellos que los poseían. Por lo cual apelaban a los
métodos mas insólitos, que se les pudiera ocurrir, para protegerlos de los robos,
lo que hacía normal que al comienzo o al final de los libros, se invocaran fatales maldiciones, que prometían sufrimiento y dolor al que se ocurriera dañar o robar estos
tesoros tan costosos. A tal efecto recurrían a los peores castigos: desde la
excomunión hasta una muerte terrible, como que tu alma acabara condenada al
fuego eterno.
Marc Drogin recolectó en su libro de 1983, “!Anathema!: Mediaeval Scribes and the
History of Book Curses”, una buena recopilación de esas maldiciones. El título
del libro de Drogin hace referencia a uno de los castigos más frecuentes, el “anatema”,
que involucraba la excomunión.
En la Edad Media, ya existía la práctica de dividir
los libros entre los de préstamo y los de consulta. Los monjes, encargados de
su protección y custodia, encadenaban los libros de consulta al estante para
evitar los robos de estos. El encadenamiento de libros a estanterías se convirtió en el sistema de seguridad
más extendido y eficaz de las bibliotecas de toda Europa. Existen todavía unas pocas bibliotecas que mantienen sus libros encadenados, tal
y como se hiciera hace siglos.
La biblioteca encadenada más grande del mundo se
encuentra en la Catedral
Hereford en el Reino Unido, donde todos los libros se
mantienen bajo llave con sus cadenas originales.
Los libros no solo cuentan historia, sino que tienen historia…
T.A.F.